sábado, 10 de mayo de 2008

Inspiración contemplando una montaña




Estos fueron los sentimientos que tuve ayer mientras contemplaba la Atalaya, el monte que dominaba los parajes de mi antiguo pueblo:

Sus contornos delicados se fundían con el suave crepúsculo otoñal. La mezcla de colores, tan irreal como mágica, me resultó sobrecogedora. No existían los límites en aquel lugar, donde la imaginación crepitaba en la hoguera incesante que por entonces era era mi corazón. UN festín para los buscadores de sensaciones infinitas, de experiencias que superan lo vulgarmente concebible.

Si fijabas tu vista entre las estructuras rocosas, atisbabas la sombra de diversos árboles diseminados por las colinas. En su lucha incesante contra los fieros elementos, ella se levantaba sin temor con el conocimiento de los miles de viajeros que habían descansado entre sus faldas. La erosión y los años la habían vuelto engañosamente suave, mas nadie aconsejaba bajar la guarda mientras te encontrabas en sus dominios. Muchas eran las leyendas que contaban la desolación y muerte encontrada por viejos, jóvenes y niños que, incautos, habían caído bajo su influjo.

Con sus formas femeninas, los hombres del lugar susurraban que era tan engañosa y vengativa como una mujer. Ese era el motivo de que nadie se atreviese a vivir en ella o a acampar durante más de dos días seguidos. Sentían pánico por una fuerza destructiva que no acertaban a explicar.